De la serie «Tales from a strange land»
Tras vivir mi relación más exitosa jamás experimentada con un rudo taxista hebreo, éste concluyó:
– “Welcome to the jungle”.
– “Todá aravá (muchas gracias)”, repliqué.
Ni en mis mejores sueños habría imaginado meterme en el bolsillo a un taxista. Menos aún en Israel. Ofer –si, tenía mi nombre, que por cierto me dijo que estaba anticuado- y yo conectamos al instante. Cuando le conté que me había mudado a Israel con mi amada, mi gato y mi guitarra, se quedó anonadado. Más cuando le dije que venimos de Barcelona. Los israelíes adoran Barna: de hecho, es su principal destino turístico y, muy a mi pesar, están locamente enamorados del Barça. Muchos no dan crédito a nuestra decisión de dejar atrás la vibrante ciudad condal para meternos de lleno en el balagan (jaleo) oriental.
-“Aquí debes acostumbrarte a gritar”, me aconsejó el amable conductor. “Ves con ojo, que esto está lleno de judíos. Ya nos conoces”, añadió.
El dicho de “dónde hay dos judíos hay tres opiniones” aquí se cumple con creces. Si, en Israel la mayoría de la población es judía. Pero, en ningún caso, homogénea. De hecho, me atrevería a afirmar que las peleas entre las distintas y distantes “tribus” que conforman este país generan más tensión y problemas internos que el propio conflicto con los palestinos y el mundo árabe. Laicos, religiosos, derechistas, pacifistas, rusos, etíopes, soldados, hippies, gays, emprendedores y demás subgrupos humanos conviven juntos, pero no revueltos, en la misma jungla. Cada uno en su rincón, recelando del de enfrente. Las chispas prenden solas por cualquier motivo. Se dan de ostias hasta el carné de identidad –hace nada los ultraortodoxos volvieron a incendiar Jerusalén-, pero en el fondo cada colectivo es una pieza imprescindible de este extraño pero vibrante puzle humano, variopinto y singular como ningún otro.
Tel Aviv –conocida como “la ciudad que nunca duerme”- transmite energía, buen karma y movimiento incesante. La vida fluye, y los locales disfrutan cada rincón, cada terraza, cada minuto. La mediterránea ciudad y sus alrededores son el pulmón de Israel: donde se cuece todo. O casi. De hecho, muchos consideran la urbe como un propio país dentro del estado judío. Y no se equivocan. Es un municipio bien gestionado y organizado, y se nota que los lugareños se sienten orgullosos de vivir aquí. El bicing, las tumbonas en los parques, las zonas verdes o el divertido “Tetris” luminoso que se juega los jueves en la fachada del ayuntamiento dan fe de ello. Nosotros decidimos empezar a patearla dónde más siento su latido: en el shuk (mercado) Ha’Karmel.
-“¡Kilo le esser!” (kilo a diez), grita a viva voz un verdulero
–“¡Yalla, yalla, baklava!, ofrece junto a él un vendedor de típicos dulces árabes.
En el shuk hay griterío, color, vida. En la entrada, ubicada en la plaza que se abre al término de la avenida King George –una de las arterias principales del centro- uno ya siente lo que se avecina. En el estrecho pasillo que recorre el mercado de arriba abajo se apretujan gentes de todas las tribus, aunque los mercantes -apostados a derecha e izquierda y entre los callejones contiguos- son, en su mayoría, mizrahim (judíos procedentes de Oriente Medio y el norte de África).
Los puestecillos desprenden frescura. La mercancía luce de maravilla, amontonada pero bien expuesta. No falta de nada: fruta y verdura de todas las gamas; especias, aceites y carnosas olivas; doradas, gambas y salmones; costillares, cuartos de pollo e hígados; zumos, gallumbos y estrellas de David. Fijarse en los rostros y oír el estruendo de las ofertas y anécdotas que repiten en bucle los vendedores es un buen punto de partida para empezar la inmersión en Israel.
SUNNY SHABBAT
Nuestro primero shabbat en Tel Aviv fue una auténtica entrada triunfal. El sol lucía esplendoroso, la temperatura era primaveral y el ansia por contagiarnos de nuestro nuevo entorno era enorme. Yossi nos acompañó en coche desde Yavne –media hora al sur en coche-, y nos dejó en el centro Dizengoff, otro importante punto neurálgico. Dimos un rodeo y tomamos unos selfies para que la gente viera nuestros jetos alegres. En verdad, solo era para hacer tiempo hasta el almuerzo. Porqué ese era el objetivo número uno: ir a toda prisa a por nuestro primer hummus. Ya saben, ese plato hondo de crema de garbanzo donde uno inunda un cacho de pita tras otro y hace que su felicidad se eleve a la máxima potencia. En shabbat muchos comercios bajan la persiana, pero otros, más linces, hacen su agosto ese día de la semana. Nosotros fuimos directo a “Hummus Abu-Dhabi”, un acogedor garito dónde uno disfruta de las distintas variedades de este alimento al ritmo de roots reggea del bueno. Banderas jamaicanas, cocineros de origen africano, camareras risueñas y un buen manjar. ¿Suena bien, no?
Llegamos en el momento oportuno: la misma tarde se conmemoraba el 21 aniversario del asesinato del primer ministro israelí Ytzhak Rabin, que murió baleado por un fanático que puso punto y final a su aspiración de lograr que los habitantes de esta alocada tierra puedan, al menos, vivir en paz. Nos sorprendimos al ver a las miles de personas que abarrotaron la plaza Rabin para recordar el legado del ex mandatario y para exigir al actual gobierno que ponga fin al odio y la violencia que invade y divide a los israelíes. En esta ocasión, partidos y ong’s de izquierda se hicieron cargo de organizar el percal, así que el discurso fue más político que en anteriores ocasiones. Aun así, los manifestantes eran mayoritariamente ashkenazim progresistas (judíos de origen europeo, blancos). Era difícil vislumbrar judíos de tez oscura o kipás. Éstos, generalmente, dan apoyo al Likud de Bibi o hasta a partidos más a la derecha.
Nuestro paseo más agradable fue unos días después en Neve Tzedek, el barrio chick por excelencia. En sus coloridas y tranquilas calles se respira arte, buen gusto, calidad y un poco de glamour. En su día, albergó a pobres refugiados o humildes pescadores; hoy, en cambio, sus negocios, galerías y lujosos apartamentos están regentados por la creme de Tel Aviv. Todo aquí tiene clase: las bolas de los helados artesanales, la espuma perfectamente servida en los cafés o las pinturas y artesanías expuestas en las boutiques. Si visitan la “ciudad blanca” –apodo que recibe la ciudad por los múltiples edificios de color blanco de corte Bauhaus-, apunten en rojo este enclave.
Con savlanut (paciencia) y buena letra, vamos tomando el pulso a la nueva realidad que estamos viviendo. De momento, en el cómodo y céntrico apartamento de nuestros queridos Amit y Adi, que nos acogen cual hermanos. Sin duda, perderse en esta jungla es mucho más fácil cuando a uno lo reciben como en casa.