(III) VILLANCICOS (Y RIFLES) EN LA CUNA DE JESÚS

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De la serie «Tales from a strange land»

Ziad, veterano periodista y fixer palestino, nos recogió en el lado israelí del imponente y grisáceo muro de hormigón que divide Jerusalén de Belén. Israel de Palestina. Dos universos sagrados, con una inmensa carga histórica, ubicados a  apenas 20 kilómetros. Sobre el terreno, el muro y el conflicto hacen que la distancia sea abismal entre dos enclaves conectados místicamente pero inmensamente alejados entre sí.
Sorteamos la Tumba de Rachel, otro de los interminables spots de peregrinaje en la holyland. La matriarca descansa (¿en paz?) enjaulada entre placas de hormigón armado y torretas de vigilancia para garantizar la seguridad de los peregrinos judíos que acuden a venerarla. Nos colamos con el auto por una obertura del muro y nos adentramos en Belén sin apenas inspección en el checkpoint israelí. En cuestión de escasos metros, uno siente de repente el latido de Palestina: las banderas, pancartas y grafitis reivindicativos saltan a la vista; los tipos uniformados y armados lucen logos de la ANP y los colores nacionales; las avenidas y el tráfico se tornan alocados y aleatorios; y un enorme anuncio de refresco con Santa Claus deseando felices fiestas da la bienvenida en la enorme avenida que desemboca en la plaza de la Iglesia de la Natividad.

Me sorprendió el blindaje y la cuantiosa presencia policial: diría que pasamos más controles aquí que al entrar en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Perros policía rastreando mochilas, decenas de accesos vallados e, incluso, rancheras cargadas de agentes blandiendo sus rifles al puro estilo miliciano revolucionario. Abbas, el presidente palestino, acudía por la noche para celebrar la Misa del Gallo, así que había francotiradores hasta en las terrazas, por si las moscas.

Un lujo pisar Belén acompañado de Henrique Cymerman y Ziad Darwish: dos voces expertas, amigas y conocedoras de los intríngulis de cada cara de la película. Vislumbrando lujosos hoteles y callejuelas en constante transformación, ambos recordaban los 30 años que llevan cubriendo juntos la Navidad de Belén.

– “Aquí nos colocábamos con la cámara y nos empezaban a tirar piedras en la Segunda     Intifada”, recordó uno.
– “En esta subida, el tanque dio marcha atrás y dejó el coche de los periodistas estadounidenses hecho papel de fumar. ¿Recuerdas?”, le espetó el otro.

Entre olor a falafel, shawarma y colorido navideño en la calle, nos adentramos en la plaza donde todo se cuece: el belén, la Iglesia de la Natividad, el esperado desfile del patriarca de Jerusalén –que llegó con excesivo retraso- y la nocturna Misa del Gallo. A los palestinos les interesa que reine la calma: las fiestas navideñas son un gran business, y cuando la tensión arrecia los turistas se asustan.

– “Ese es el trabajo de los medios, generar miedo”, señaló una joven local engalanada con   ropa tradicional palestina.

Cualquier spot es bueno para ganar unos shekels. Niños de apenas 10 años montan improvisados tenderetes de café y té; otros deambulan vendiendo paquetes de chicles; hosteleros revientan las terrazas y hasta en la cola del checkpoint muchos aprovechan las largas esperas para vender collares o ropa. Justo frente al acceso a Israel en el muro hay una lujosa y enorme casa, cuyos propietarios son testigos directos de los habituales enfrentamientos entre jóvenes palestinos y soldados israelíes. El muro lucía feo con marcas de estallidos de cocktail molotov y pintadas de toda índole, pero cuando vino el papa de paseo lo pintaron de blanco para que el líder del Vaticano no se asustara más de la cuenta.

Fui al baño dentro del ayuntamiento de Belén, y tras sonreír amigablemente a un soldado palestino y hablarle de Barcelona -truco infalible- me chocó la mano y me dejó acceder al rooftop. Decenas de cámaras y snipers palestinos en guardia disfrutaban de unas inmejorables vistas de la abarrotada plaza y de la panorámica de la ciudad. Fotos y cuadros de su añorado Yasser Arafat, del papa Francisco y demás personalidades decoran las paredes del ente público. A su vez, relucen decenas de placas de proyectos subvencionados con ayuda foránea: desde Suiza, Inglaterra hasta el ayuntamiento de Elche. Al ver algún que otro lujoso mercedes vacilando por Belén tuve la ligera sospecha de que a algunos aquí la vida nos les va tan mal.

A los jóvenes de Belén se los ve enérgicos, sonrientes y modernos. Con ganas de vivir e influenciarse de lo que ocurre en el mundo exterior. Me sorprendí al cruzarme a un grupo de swaggers con estrafalarios peinados, muchachas desmelenadas y maquilladas hasta las cejas y, ante todo, buen rollo con los visitantes. “Welcome to Palestine”, me repetían una y otra vez tras chocarme la mano.

Basma Barham y su familia son un claro ejemplo de la diáspora palestina. En el 1968, un año después de la ocupación israelí de Cisjordania, Basma se mudó con los suyos a Perú. Latinoamérica es hogar para muchos palestinos: en Chile se estima que viven unos 400.000. Los Barham están dispersos por el mundo, pero en Navidad vuelven a su hogar ancestral en el pueblo de Beit Sahur, contiguo a Belén.

Su suegro, Abu Issa (de 95 años) es una personalidad local. Y un tipo majo y divertido: tras contarnos cuatro anécdotas en árabe, abrió el garaje y sacó a relucir su cochecito eléctrico para darse unos trompos frente a su casa. Luego, la familia nos dejó acceder a su salón, debidamente decorado con el árbol de Navid, Papa Noel y riquísimos dulces de todo tipo.

– “Belén no es solo para los palestinos, sino para todos aquellos que creen que dios nació   aquí, y tenemos que cuidarlo”, dijo Basma con un aire de nostalgia.

Al salir de la ciudad, nos topamos con el lado del muro pintado con obras de Bansky y demás artistas que copan postales y fotos de Belén en las redes. “Make hummus, not walls”, leímos en una antes de cruzar de nuevo el hueco en el muro para regresar a Tel Aviv.

 

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