De la serie «Tales from a strange land»
Fuimos unos afortunados. Tras apenas visitar tres o cuatro pisos, dimos con nuestro “palacio”: una casita baja con patio en el barrio de Florentine, epicentro de hípsters, gays, mascotas, fumetas y artistas de Tel Aviv. En apenas cinco minutos, dimos el visto bueno, entregamos un cheque de depósito y nos agenciamos el lugar. No obstante, el dueño, un jubilado encantador llamado Yoram, nos dijo que podíamos acceder al mes siguiente, así que debíamos buscarnos la vida para encontrar un cobijo temporal. Me puse a investigar Airbnb. Los apartamentos en el centro de ciudad estaban por las nubes, así que puse el radar en distritos cercanos para ahorrar unos shekels, que aquí vuelan de tu bolsillo en un santiamén.
Encontré un anuncio, escrito solamente en ruso, que ofrecía un pisito sencillo pero bien ubicado en Bat Yam, una ciudad a pie del mediterráneo ubicada al sur de Tel Aviv. Escribí en inglés a la dueña, Rita, quién respondió en el mismo idioma, pero con una evidente traducción de google. La misma tarde nos plantamos en la calle Herzl 35, y la amable señora nos esperaba puntual en la puerta. En la entrada al edificio, un cartel de una compañía inmobiliaria con el rostro de Rita y unas palabras en ruso nos dio la bienvenida. Entramos al lugar –pequeño y sencillo, pero adecuado- y, tras saludarla en inglés, me empezó a hablar ruso. Y no paró. En 2 minutos, me detalló en su lengua como activar la tele por cable, encender el calentador de agua o el truco necesario para abrir la puerta.
– “¿At lo medaberet hibrit? (no hablas hebreo), le pregunté tras no entender nada.
– Ken, tipá (si, un poco), me aclaró. Así que siguió su explicación en precario hebreo tras comprobar que no había entendido absolutamente nada.
Mis vecinos eran todos rusos y, pese a haberse mudado a un clima caluroso y una sociedad frenética, mantenían su cerrazón y seriedad que les caracteriza. Incluso su tono de piel es inmaculadamente blanco, parece que no toman mucho el sol. Tras ubicar nuestras escasas pertenencias, salí a explorar lo que hago habitualmente: el mercado, el meollo. Compré un carrito de la compra y salí a por sartenes, verduras, pitas o burekas, unas pastas de hojaldre rellenas de patata, queso o espinacas.
Se estima que en Israel viven cerca de 1,3 millones de ciudadanos procedentes de las antiguas repúblicas soviéticas, principalmente Rusia y Ucrania. La mayoría llegaron tras la debacle de la URSS: unos 900.000 aterrizaron en el aeropuerto internacional de Ben Gurion a principios de los años 90. Llegaron al estado de Israel aprovechando la ley de retorno, que permite a quienes son judíos o tuvieron antepasados judíos inmigrar a Israel y obtener de inmediato la nacionalidad del país, así como varias ayudas que otorga la Agencia Judía. Aun así, muchos tuvieron problemas burocráticos para demostrar sus raíces judías, y el rabinato, encargado de dar el visto bueno sobre éste asunto en Israel, los catalogó como no judíos. Eso supone problemas tales como no poder casarte en el país o ser enterrado, entre otros.
Muchos apenas hablan hebreo, ya que se agrupan en sus círculos sociales, dónde todo está rotulado en ruso. Tienen canales de televisión y periódicos en su lengua natal, eventos culturales, partidos políticos –como Yisrael Beiteinu, partido derechista del actual ministro de defensa Avigdor Lieberman- e importantes “bastiones” por todo el territorio, como Rishon Lezion, Ashdod, Carmiel o Bat Yam. A ésta última le apodé San Petersburgo de Mar, mientras le contaba por Skype a mi hermano Asaf graciosas anécdotas sobre mí día a día aquí.
La parada de bus Gvul (frontera) marca la entrada a “San Petersburgo de Mar”. Es un punto intermedio entre el sur de Yaffo -un hermoso barrio mixto árabe y judío- y Bat Yam. En el sur de Yaffo uno siente puro Oriente Medio: hermosas mezquitas, construcciones de piedra, olor a café turco y humeantes parrillas llenas de pinchos a la brasa. Pero tan solo cruzando el supermercado ubicado en la “frontera” se siente el cambio repentinamente, ya que las gentes pasan a ser altas, de tez clara y de acento inconfundiblemente ruso.
Entré a una charcutería para comprobar lo que ya me avanzaron: los rusos comen cerdo. Lo del kosher –leyes alimentarias judías- no les va demasiado. Venden beicon, con eso digo todo. Le pedí a la charcutera un poco de embutido de pavo y unas lonchas de queso. Tras finalizar el paquete de queso amarillo, una mujer mayor de origen estadounidense detuvo a la empleada:
– “¿Puedes cortarme a mí un poco de queso antes de ponerte con el pavo?”, interrumpió la anciana.
– “Espere su turno, estoy terminando con el chico”, replicó la trabajadora del supermercado.
– “Es que la última vez no te lavaste bien las manos al tocar el embutido”, comentó la señora. “¿Te importa que me corte el queso ahora?, me preguntó.
– “Claro señora, no tengo prisa. Adelante”, le dije con cara de asombro.
La judíos que si siguen estrictamente las leyes kosher tienen prohibido mezclar productos cárnicos con lácticos. De ahí el incordio de la mujer. Cuando la charcutera la despachó, me miró a la cara esbozando una sonrisa. Y al verme rubio y blanco, me hizo una broma en ruso. “Disculpa, pero no te entiendo. Repítemelo en hebreo”, le especifiqué. Los puestos de comida callejera, las siempre concurridas casas de apuestas o los quiscos 24 horas te hacen sentir en Moscú: venden montones de tipos de vodka y otros licores, y en algunos hasta montan mesitas en el interior para beber, fumar y jugar a las cartas con la tropa.