UN OASIS EN MEDIO DE LA NADA

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De la serie «Tales from a Strange Land»

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“Es en el desierto del Negev donde se pondrá a prueba al pueblo de Israel. Solo uniendo nuestros esfuerzos lograremos la gran misión de poblar el desierto y hacerlo florecer. Este esfuerzo determinará el porvenir del estado de Israel y el lugar de nuestro pueblo en la historia de la humanidad”, dijo David Ben Gurión en 1955, apenas 7 años después de haber proclamado la independencia del estado judío. Amnon y Rachel Lev nacieron en 1943 y 1944, cuando Israel todavía no figuraba ni en el mapamundi. Hijos de judíos polacos llegados a la Palestina británica en los años 30, la pareja de jubilados ha vivido en sus carnes los triunfos y las tragedias de la corta pero frenética historia del pueblo israelí. Ben Gurion tenía muy claro que, para subsistir, Israel debía mirar al sur. El desierto del Negev constituye aproximadamente la mitad del territorio del país y, como apuntó el líder fundador, tan solo estaba falto “de agua y de judíos”. Amnon y Rachel forman parte de aquella generación de pioneros que poblaron e hicieron florecer el desierto. Que se construyeron, literalmente, un oasis en medio de la nada.

Ambos son oriundos del kibbutz Usha, cerca de Haifa. Fueron un claro exponente de aquel Israel profundamente socialista, ideologizado, igualitario y pobre. Mientras sus padres trabajaban como panaderos, agricultores, electricistas o cocineros, ellos pasaban la semana internados en la escuela común, donde los alumnos vivían juntos, se duchaban juntos y comían juntos.  En estas comunidades agrícolas e industriales, que sirvieron en sus inicios para acoger nuevas oleadas de inmigrantes, desarrollar la economía y fijar y proteger las futuras fronteras del país, no existía la propiedad privada. Hasta la camisa que uno vestía pertenecía al kibutz.

Cuando estalló la guerra de la Independencia en 1948, Amnon y Rachel eran unos párvulos. “Los soldados venían a comer al comedor del kibutz, y por la noche volvían al frente”, comenta el veterano hombre mientras se cubre con una manta en el sofá. “Yo tenía cuatro años. Recuerdo que hubo una alarma por la noche, y como estábamos en la casa de niños, corríamos al refugio sin nuestros padres”, cuenta su esposa. No obstante, en 1967 la entonces joven pareja sufrió en sus carnes las consecuencias de la Guerra de los 6 días. Amnon formaba parte de los paracaidistas, reconocida unidad de élite del tsahal. “Nos enviaron a Givat Ha’tashmoshet, en Jerusalén, un lugar bajo control del ejército jordano. Resistían fuerte,  y nos disparaban muy duro. Recuerdo que me enviaron con otros tres compañeros a rescatar a un herido y ni nos podíamos resguardar en el suelo por las constantes ráfagas de fuego. Fue muy duro”, rememora. La pareja ya tenía dos hijos, que vivieron la guerra refugiados en la escuela común del kibutz. “Mi padre y  yo fuimos a visitar a mi otra hermana en el Galil. De regreso a casa, sonó la sirena mientras estábamos en el autobús cerca de Akko. El conductor se puso a gritar, y nos recostamos en el andén. Vimos a un caza sirio volando sobre nuestras cabezas, y poco después como un avión israelí lo derribaba”, cuenta Rachel.

La Guerra de los 6 Días fue un punto de inflexión. Fue la primera victoria apabullante del ejército israelí sobre los ejércitos árabes enemigos. “Había una euforia y una alegría tremenda en Israel, pero no pensamos en lo que vivieron los soldados sobre el terreno. Cuando Amnon regresó, estaba completamente roto. Cargó muertos y heridos todo el tiempo. Lloraba sin parar”, dice la mujer con rostro serio. Según Rachel, surgió en Israel un sentimiento de apertura, de cambio, de novedad. “Creíamos que ya no habría más guerras. Más amenazas. Por primera vez, nos sentimos fuertes. Todo el mundo estaba de nuestro lado. Fue una lástima que no hiciéramos la paz entonces”, afirma. Después de aquel episodio decidieron abandonar la vida en el kibutz. Querían sentirse libres, poseer sus bienes, construir un hogar y un futuro para los Lev. Y fijaron su mirada hacia el sur, hacia las áridas tierras del desierto del Negev.

Amnon trabajó un tiempo de camionero, por lo que conducía habitualmente la actual carretera 90: el camino que transcurre en línea recta desde el valle del Jordán hasta Eilat, la ciudad más al sur de Israel, bañada por el Mar Rojo. Transitar por aquí es como perderse en un inmenso vacío cálido de montículos rocoso, pronunciados valles y escasos y endebles hierbajos. En verano, el termómetro puedo superar los 45 grados y el aire se torna denso e irrespirable. Cuando el sol se pone, el cielo se pinta de intensos tonos rojizos, y circular en la oscuridad es como cruzar un lejano y solitario universo paralelo.  Junto a esta carretera surgió el moshav Ein Yahav, donde hoy disfrutan de su jubilación. “Llegamos aquí y no teníamos nada. Nada. Absolutamente nada. El estado construyó unas pocas casas, pero no había carreteras, caminos, madera, flores o pájaros”, se explaya Amnon. El gobierno israelí era consciente de la importancia estratégica de poblar el Negev, por lo que los Lev, que fueron una de las primeras veinte familias que se instalaron en Ein Yahav, recibieron su casa sin pagar por ella, así como ayudas para comprar electrodomésticos y herramientas. Cada dos familias recibieron un tractor para trabajar la tierra. La Sojnut (Agencia Judía) contribuyó en la construcción de depósitos de agua y cañerías. Gracias a ello, los Lev fueron la primera familia en gozar del lujo de tener césped en su jardín.

“Mudarnos aquí fue un renacer. Deseaba tener a mis niños en casa. En el kibutz no sentía que vivía la vida: seguíamos el sistema desarrollado por nuestros padres. Aquello era una máquina, y no era mía. Aquí sentí por primera que los frutos que nos daba la tierra eran nuestros. Y si había un buen año, los beneficios eran para nosotros”, comenta Rachel sobre sus comienzos en esta comunidad agrícola cooperativista. Actualmente Ein Yahav parece un oasis de paz rodeado de cientos de altas palmeras que aportan carnosos y dulces dátiles, con un estilo de vida pausado que dista del característico estrés de la sociedad israelí. Pero los inicios no fueron tan placenteros: “El gobierno dio mucha importancia al moshav porqué estaba junto a la frontera con Jordania. Pero no teníamos miedo, ya que disponíamos de un ejército fuerte y confiábamos en él”, apunta Amnon.

Entre el 1969 y el 1972 los habitantes de Ein Yahav estuvieron expuestos a las hostilidades de los militares jordanos, que se apostaban en un jabel (montículo en árabe) junto a los invernaderos para dispararles. “La casa del vecino fue impactada por un misil katiusha por la noche y quedó hecha añicos”, recuerda el hombre. Rachel me dio un rodeo por los aledaños de la comunidad, junto al precario vallado que divide Israel de Jordania, vigilado por una torreta del tsahal y jeeps de jóvenes soldados que patrullan la frontera. Señalando los terrenos por donde se infiltraban los soldados del país vecino, me explica que el entonces ministro de defensa Moshe Dayan –famoso por ser el general del parche negro que cubría su ojo izquierdo- ordenó una ofensiva para tomar la colina adyacente y mover la frontera varios cientos de metros dentro del territorio de Jordania para así reforzar la seguridad de Ein Yahav.

Su calvario no terminó aquí. En 1973 Israel fue atacado por sorpresa por los ejércitos de Siria y Egipto durante el Yom Kippur. Rápidamente, Amnon y casi todos los hombres de Ein Yahav fueron llamados a filas. “El moshav estaba fuerte y unido. Trabajábamos juntos, nos apoyábamos entre todos”, comenta Rachel. Pero a diferencia de los fugaces seis días de conflicto en 1967, esta contienda se alargó medio año. Y a Amnon le tocó estar todo este tiempo apostado en el frente de la península del Sinaí: “daba muchísimo miedo. Nos bombardeaban incesantemente. No eran simples terroristas infiltrándose por aquí y por ahí, eran poderosos tanques y cazas. Nos escondíamos bajo tierra como ratas”, dice sobre aquel episodio bélico.

Cuando se restauró la calma, Ein Yahav prosperó. Los moshav funcionaban a semejanza de los kibutz: tenían un director y un consejo de administración, florecientes terrenos agrícolas o industrias de toda clase y un potente sentimiento de pertenencia, de unidad. Parte de las compañías y los bienes se trabajaban y repartían de forma cooperativa: por ejemplo, la nave para pesar, controlar la calidad y empaquetar los productos era de propiedad conjunta. Pero también había lugar para los negocios y terrenos privados de cada familia. “Los agricultores ganaban mucho dinero al principio. Gracias al crecimiento, se permitió a cada familia contratar a un trabajador. Teníamos leyes muy rígidas para mantener cierta igualdad”, detalla Rachel.

Pero durante la bonanza hubo quienes se pasaron de la raya. En los inicios había un control más estricto para permitir la llegada de nuevos residentes, pero con el tiempo se suavizó. Empezaron a venir familias acaudaladas, que pretendían invertir y gozar de la vida tranquila en aquel oasis en medio del desierto. “Surgieron agricultores listillos. Empezaron a contratar muchísimos trabajadores tailandeses. Las diferencias entre los vecinos empezaron a incrementarse notablemente. Pero la agricultura terminó desplomándose, y muchos quedaron en bancarrota”, apunta Amnon. Recuerdo como hace años pasear por los aledaños de Ein Yahav era como sumergirse en el interior de Tailandia: tan solo veía jornaleros asiáticos montados en tractores con sus característicos sombreros de paja ovalados, cubriéndose la piel a consciencia para no lucir demasiado morenos al volver a su país, ya que es un indicativo de haber trabajado en el campo y no está bien visto. Incluso los letreros en los caminos internos de los terrenos agrícolas estaban rotulados en tailandés. Según los Lev, unos años de duro trabajo en el desierto les daba para construirse verdaderos palacios cuando regresaban a su país.

Vistas las complicaciones de ganarse la vida cultivando tomates cherry o pimientos rojos en el desierto utilizando el sistema de gota a gota que se desarrolló en esta región, los Lev apostaron por el cultivo de dátiles y emprender su propio negocio familiar de tsimerim, pequeñas casitas vacacionales de madera, que el propio Amnon importó de Suecia y montó con los dedos de sus manos, que son gruesos como chorizos. Vendieron sus tierras por cuantiosas sumas de dinero, y otros siguieron cultivando verduras desmesuradamente. Pero cuando bajaron los precios –los moshav del Negev compiten directamente con los agricultores de Almería- no podían ni asumir la deuda acumulada por la compra de las parcelas. A su vez, la pesada burocracia israelí no ayudó: en una época de recesión, el gobierno dificultó la contratación de extranjeros porqué quería que los israelíes volvieran a trabajar la tierra. Pero no funcionó: “aquí todos quieren ser jefes y mandar. Y nuestros hijos ya no quieren trabajar como hicimos nosotros. Muchos salieron fuera a estudiar y trabajar”, matiza Rachel.

A pesar de los altibajos, actualmente la demanda de viviendas en Ein Yahav vuelve a crecer. Hay una larga lista de espera, y en la entrada, cerca del supermercado y la foodtruck de pizzas, se están construyendo 30 nuevas viviendas unifamiliares. Y es que a pesar del aparente aislamiento que supone vivir en medio de la nada, en el moshav están bien abastecidos: tienen escuela, gimnasio, piscina, bar, yogurtera y hasta un conservatorio de música compartido con otras comunidades cercanas. En la región uno puede perderse a pie, en 4×4 o subirse a lomos de un camello y recorrer las sobrecogedoras carreteras y senderos del Negev. Y si no fuera porqué de vez en cuando se divisan bases militares o pesados carros de combate en el camino, uno ni se acuerda que esto también es Israel. Como dice Rachel, “vivimos en otro mundo, en nuestra burbuja, desde donde observamos lo que pasa más allá”.

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